Amigos de Patrimonio Panamá:
El año de 1989 fue un año marcado por cambios extraordinarios y acontecimientos que marcaron hitos en la historia humana. Aunque sin duda, infinidad de años en el récord histórico pueden ser descritos de la misma forma, 1989 fue un año excepcional en lo político, en lo cruento y en lo ambiguo.
En 1989, el emperador japonés Hirohito fue sucedido por su hijo el príncipe Akihito, como nuevo emperador del Japón; Hirohito falleció ese mismo año. El emperador Hirohito vio la derrota de Japón en el único bombardeo atómico del mundo, ejecutado por Estados Unidos sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, y fue el primer emperador en declarar ante su pueblo que no era de origen divino, como parte de las condiciones de rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. La posguerra de la Segunda Guerra Mundial dio origen a la Guerra Fría entre las potencias mundiales. En 1989, cayó el Muro de Berlín; uno de los símbolos más reconocidos de la Guerra Fría, y que dividía a Alemania y a sus hijos en Alemania del Este, bajo ideología comunista, y Alemania del Oeste, bajo sistemas capitalistas producción. En 1989, el ayatollah Jomeini decretó la famosa fatwa por ofender al Islam contra el escritor Salman Rushdie por escribir y publicar el libro, Los Versos Satánicos, ofreciendo tres millones de dólares a quien lo asesinara. Ocurrió la masacre de el Caracazo en Venezuela; el asteroide Asclepius de 300 metros de diámetro, pasó cerca de nuestro planeta a casi el doble de distancia que aquella de la Tierra a la Luna, provocando temor por su proximidad; en 1989 ocurrió la revuelta de la Plaza de Tiananmen, que acabó en masacre y censura estatal; los Estados del llamado Bloque del Este bajo regímenes comunistas llevaron a cabo revoluciones que fueron el preludio de la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); cayó la dictadura del dictador paraguayo Alfredo Stroessner, que duró 35 años; llegó a su fin la dictadura de Augusto Pinochet en Chile con la elección democrática del presidente Patricio Aylwin; cayó el dictador rumano Nicolae Ceausescu y fue fusilado con su esposa; falló el golpe militar de Moisés Giroldi contra el dictador panameño Manuel Antonio Noriega…
En 1989, los Estados Unidos de América invadieron Panamá. Bombardearon diversos puntos del país y de la ciudad capital en una invasión ilegal que inició el 20 de diciembre. Extrajeron al dictador Manuel Antonio Noriega, antiguo colaborador de la CIA y narcotraficante, y se lo llevaron a su país. Dejaron juramentada a la terna ganadora de las últimas elecciones, cuya victoria Noriega se había negado a reconocer: Guillermo Endara Galimany, presidente; Guillermo Ford y Ricardo Arias Calderón, vicepresidentes. Algunos los señalan como cómplices directos o indirectos de la Invasión a Panamá.
Mi país fue invadido por el ejército de los Estados Unidos el 20 de diciembre de 1989.
La enormidad de la oración anterior le merece constituirse en párrafo, en ensayo, novela y libro, ella sola. Yo era una niña en 1989, aún en Pre Media de la escuela secundaria, que en ese entonces se llamaba Primer Ciclo. Nací bajo la dictadura militar, que inició en 1968 con el dictador Boris Martínez, predecesor de Omar Torrijos y de Manuel Antonio Noriega. Todas mis conjeturas sobre de qué se trataba la democracia eran cuestiones teóricas algo truculentas, que nunca la había visto en la práctica; estaba acostumbrada a paliar el efecto de los gases lacrimógenos con vinagre blanco en una toallita, a que el sueldo de mis padres fuera pagado en bonos sin valor del gobierno, al temor de los tiroteos nocturnos, a los apagones programados del régimen y al toque de queda; a los desaparecidos; al cadáver decapitado de Hugo Spadafora; a los «rabiblancos» y su creencia en el paraíso comercial de Miami y Disneyworld; al temor de la gente a hablar en voz alta o a expresar el más mínimo descontento; a la represión. No puedo decir que entendía algo, porque nadie entendía nada. Según mis padres, la educación era la única forma de flotar sobre la miseria absoluta y tener trabajo digno; digno no por el trabajo en sí, sino por ejecutarlo con dignidad, negarse a maquillar números, rechazar coimas y no aceptar regalos comprometedores. Había panameños enrolados en fuerzas paramilitares llamados Batallones de la Dignidad, Codepadis, y otros nombres inverosímiles cuya única función era perseguirte con varillas de acero para azotarte con ellas. Dualmente, un batallonero podía ser PRD, el brazo político del régimen. «¡Civilista visto, civilista muerto!» es más que una frase, un trauma. Había retenes, policías y guardias cuya sola presencia era una amenaza. Aprendí que ser Civilista era lo opuesto a todo eso, tan brutalmente definido y claro como el bien y el mal.
Mientras las bombas seguían cayendo, barrios enteros ardían en la noche oscura, en especial El Chorrillo, donde estaba La Modelo, la cárcel más tenebrosa del régimen después de la Isla Penal de Coiba (hoy Parque Nacional Coiba y patrimonio mundial por razones naturales, no históricas), y yo me acordaba de Ana Frank. Cuando leímos su diario en clase, nunca pensé que iba a tener una experiencia directa de cómo se sintió ella en su país en guerra consigo mismo. Nadie sabe con certeza cuántos panameños habían muerto esa Navidad, en 1989. Después de eso vinieron los saqueos. Primero eran por comida; después, ya no. La gente corría enloquecida, rompiendo vidrieras y robando ropa y zapatos de marca bajo la mirada desdeñosa e impávida de los soldados gringos; eso sí, las librerías eran el lugar más seguro de Panamá en esos momentos. Mis padres nos enseñaron que eso era bochornoso y deshonesto, y estoy plenamente de acuerdo. Durante esa época, cuando se nos acabaron las latas y la comida seca, mi padre salió a buscar comida y conocí el temor de no saber si iba a volver; no abstracto como antes, sino un temor real, casi físico. Los vecinos levantaron una barricada a la entrada del barrio, pero para bien o mal en él vivía un coronel de las Fuerzas de Defensa (FFDD), y los soldados norteamericanos la quitaron; una tanqueta de los norteamericanos patrullaba nuestra calle dos veces al día. Mi mamá nos apartaba de las ventanas. Éramos un país invadido, ocupado por un ejército extraño. En los diarios que se reactivaron, salió una foto en primera plana de una muchacha trepada en una tanqueta para besarse impúdicamente con un soldado invasor, bajo el titular, «¿Dónde está su madre?». Todo era surreal y extraño.
Hay quienes se alegraron de la invasión y recibieron a las tropas norteamericanas con los brazos abiertos y paila llena, y quienes la llaman liberación. Se llevaron a Noriega, pero también se llevaron padres, madres, hijos e hijas. El 20 de diciembre es un día de luto. La dictadura se acabó, pero no me alegra el método. Fue una Navidad triste. Panamá no se merecía eso.
Hoy, he viajado por el mundo, hablo tres idiomas y tengo amigos en varios países, incluyendo los Estados Unidos. Hay heridas que sanar, pero la comunicación es clave para que entendamos y nos entiendan. Aunque en esos años la OEA nos dio la espalda, creo en el poder de un mundo organizado por la paz y la tolerancia.
La imagen que les traigo es obra de Manuel Salvador, artista gráfico de gran talento. Amablemente me permitió colocarla aquí. Es una imagen onírica, basada en estos hechos tan terribles. La línea de edificios en llamas recuerda al barrio bombardeado del Chorrillo, a sus muertos, a su noche de agonía. No puedo agregar más.
Saludos,
Katti Osorio
Felicitaciones a Katti Osorio por su artículo, porque expresa con calidad literaria y honestidad los sentimientos y pensamientos complejos que generan hasta hoy las horripilantes experiencias históricas del régimen de Noriega y la invasión estadounidense del 20 de diciembre de 1989.
Muchas gracias por sus palabras, profesora Ana Elena; me seguiré esforzando con todo empeño.
Describir los hechos a través de las palabras es un arte, que definitivamente en ti revela uno de los dones que te hacen excepcional. Al leer el artículo, viajé desde el Japón hasta Panamá, haciendo escala en varios hechos, lugares y acontecimientos. El tiempo pasó volando. En un momento reviví sensaciones, en otro olores, colores, dolores y alegrías. Al final lograste que saboreara ese agridulce que dejan los acontecimientos que describes. Tu artículo logra que me sienta envuelta en esa magia indescriptible que es ser panameña. Me haces sentirme agradecida con Dios y con la vida por poder compartir este momento histórico que vivimos a través de tus palabras, de tu mente y de tu dones. Gracias linda por regalarnos este pincelazo histórico. Te admiro.
Gracias, Haydée; ¡un abrazo fuerte!
Querida Katti:
Me gusta lo que haces siempre, pero este artículo me parece especialmente hermoso y, sobre todo, conmovedor. Quería decírtelo y animarte a seguir el camino que estás andando.
Te he sentido muy cercana con lo que dices sobre Ana Frank.
Un abrazo.
Un abrazo, Yolanda; ¡muchas gracias!